martes, 29 de enero de 2008

Describiendo una ciudad


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El mar Mediterráneo acaricia la costa de la ciudad de Barcelona, mientras que la cordillera de Collserola protege la ciudad por el lado oeste con un paisaje de bosques muy diverso, con cultivos, prados secos, pinares, encinares y vegetación de ribera.

La capital catalana, situada a 166 kilómetros de la frontera con Francia y a 120 kilómetros del sur de los Pirineos, está delimitada por dos ríos: el Llobregat por el sur y el Besòs por el norte.

El llano de Barcelona más próximo a la cordillera litoral se encuentra salpicado de pequeñas colinas (Monterols, el Putget, el Carmel, la Rovira y la Peira), y antiguamente había muchas rieras y pequeños pantanales. Cerca del litoral se levanta la montaña de Montjuïc, con una altura de 191,7 metros.

Barcelona, que tiene una superficie de 100,4 kilómetros cuadrados, forma parte de la comarca de El Barcelonès, junto con Santa Coloma de Gramenet, Badalona y Sant Adrià, en el norte, y L'Hospitalet de Llobregat, en la frontera sur de la ciudad.

El clima de Barcelona es de tipo mediterráneo, con veranos cálidos y húmedos, e inviernos con un frío moderado, con más precipitaciones hacia el otoño y la primavera. La temperatura media anual según el Observatorio de Can Bruixa del año 2005 ha sido de 17,6 grados.

Barcelona, con una población de 1.593.075 a 1 de enero del año 2005 habitantes, está distribuida territorialmente en diez distritos, que permiten una administración de la ciudad más descentralizada y próxima a la ciudadanía.

Los diez distritos de la ciudad son Ciutat Vella, Eixample, Sants-Montjuïc, Les Corts, Sarrià-Sant Gervasi, Gràcia, Horta-Guinardó, Nou Barris, Sant Andreu y Sant Martí.

Esta división se basa en razones históricas de la ciudad. Así, Ciutat Vella es el centro histórico, el Eixample es la expansión de la ciudad después del derribo de las murallas que protegían la urbe y el resto de distritos se corresponden con los municipios que había en torno a la ciudad antigua y que se integraron en Barcelona a lo largo de los siglos XIX y XX.

Al mismo tiempo, cada distrito está formado por diversos barrios que tienen una marcada personalidad y una tradición histórica.


La Regenta, Leopoldo Alas Clarín

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de polluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo, se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esa arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios, la piedra, enroscándose en la piedra, trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.

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